El Dios
bíblico de Google ha sido localizado en un país rico y sin guerras, un ídolo
digerible que gusta a los crédulos. Es el tecnoespiritualismo: grandes efectos
especiales al servicio de una credulidad.
Si usted atraviesa la población de
Murg, en Saint Gallen, al norte de Suiza, en un coche que bordee el hermoso
lago, tiene posibilidades de ver a Dios paseando tranquilamente entre las
nubes, o esto es lo que ha informado, como es bien sabido, el servicio
cartográfico de Google, dando detalles, incluso, de las coordenadas exactas del
morador divino. Es cierto que esa noticia ha llegado en medio de informaciones
asombrosas de la rival Apple, en cuyos mapas, recién estrenados, podía
encontrarse una estación del metro de Buenos Aires en el desierto, el río Ebro
en Río de Janeiro o la Costa Brava en Sudáfrica, datos sensacionales todos
ellos pero menos, si somos justos, que encontrar la morada del Creador y, además,
obtener una imagen de su paseo. Lo que se le negó al pobre Moisés, allá en el
monte Sinaí, cuando solo pudo contemplar una zarza ardiente, se nos ha otorgado
a nosotros, gracias a nuestros modernos profetas.
La imagen está ahí, atrapada en la
red, como la mosca en la telaraña, y ya no va a desvanecerse, por mucho que se
rían los escépticos. En lugar del monte Sinaí, o del Ararat, o del Olimpo —sede
de su rival Zeus— el Dios bíblico de Google ha sido localizado inesperadamente
en un lugar mucho más apacible, en un país rico, neutral y sin guerras. Pronto
se ha dicho que eso que se veía en la imagen no era Dios sino una mancha, o una
distorsión óptica, y que, por tanto no había que darle ninguna credibilidad,
pero lo decisivo es que mañana —o quizá ya ha ocurrido hoy— un estudiante
incorporará la información y su imagen a la sucinta bibliografía con que
acompañará su trabajo de fin de curso, con la ulterior aprobación, tal vez, del
profesor.
De hecho, cada vez es más habitual
que se considere fuente de autoridad cualquier cosa atrapada en la red, sin que
sea necesario que un autor sea responsable del texto o la imagen invocados. Ya
se ha hablado mucho de la posible malignidad de un método de ese estilo, desde
la naturalidad del plagio hasta la impunidad de la calumnia y la injuria. Sin
embargo, se ha comentado mucho menos el efecto simétrico: una suerte de
ingenuidad que da por bueno e irreversible cualquier hallazgo sin necesidad de
formular demasiadas preguntas. De noticia en noticia, lo que antes era misterioso,
y complejo, ahora se revela en su desnuda sencillez, en su banalidad.
Lo más paradójico es que esta
simpleza espiritual convive perfectamente con la sofisticación tecnológica. Y
ahí es donde Dios —una de las formas humanas de enunciar lo misterioso— resulta
un ejemplo pertinente. O bien no interesa en absoluto, o bien se confronta con
una linealidad terrorífica. En el primer caso Dios es un trasto inútil al que
ya no vale la pena dedicar atención alguna porque su territorio está
perfectamente colonizado por otros intereses y saberes más adecuados al hombre
de hoy. No caben, pues, los grandes interrogantes que la tradición anterior
asociaba con el nombre de Dios, como la trascendencia y la inmortalidad, sin
que valga la pena continuar discutiendo sobre asuntos improbables e
inservibles. Escasea, en consecuencia, la figura del agnóstico, e incluso del
ateo, que expresa dudas sobre los misterios de la existencia, aun en forma
literaria o filosófica, como si cualquier reflexión de este tipo fuera irrelevante
por superflua. Por lo general el que no cree en Dios se encoge de hombros
cuando se le pregunta por lo que esto significa. Los templos están vacíos, y basta. En esta
desocupación se han desvanecido, también, los ritos y los mitos que alimentaban
más o menos espectralmente el recinto sagrado.
En el bando opuesto, con
excepciones claro está, el creyente en Dios es de un candor agresivo y
automático, sobre todo cuando nos alejamos de las grandes tradiciones
religiosas y nos aproximamos a una suerte de tecnoespiritualidad en la que todo
es tajante, transparente y cuantificable. Una tarde pasé un rato en la sede de
la Iglesia de la Cienciología, en Madrid. Hojeé unos folletos, vi un par de
películas: todo era admirablemente pulcro, nítido, una espiritualidad aséptica
que aseguraba la salvación. El lugar parecía un laboratorio dotado de las
últimas tecnologías donde el alma fluía hacia el cielo a través de las
pantallas. El conjunto era de una exactitud implacable. Ningún rastro de
angustia, ningún rastro de sangre. Dios era, desde luego, algo naif pero la
eficacia para la eternidad resultaba agresiva e incuestionable.
No obstante, a este respecto, la
visita más memorable es la que hice al Gran Templo Mormón en Salt Lake City, donde
todo está preparado para que Dios se aloje, una vez deje su rincón suizo. Es
más, juraría que en el templo mormón había un fresco en el que el Creador
aparecía como la silueta que los exploradores de Google han encontrado en el
cielo de Saint Gallen. Pero esto último no puedo asegurarlo pues quizá se trata
de una trampa de la memoria que juega con algún fragmento de aquel Génesis
mormón que, precisamente, en cuanto a calidad artística, poco tiene del de
Miguel Ángel.
Sea como fuere, en un museo anexo
al templo un guía me acompañó a una suerte de planetario modernísimo en el que
se me explicaría todo lo que necesitaba saber uno que quisiera informarse sobre
Dios. El guía —un hombre rubio, pálido, afable pero con un cierto fulgor
fanático en los ojos azules— se puso a relatar, para mi sorpresa, una minuciosa
historia de la creación que se acompañaba con imágenes proyectadas en la
pantalla ovalada del planetario. Todo se había iniciado hace unos pocos miles
de años y Dios había realizado el trabajo en siete días. Luego se sucedían, no
sé muy bien cómo, el Paraíso Terrenal, la expulsión de Adán y Eva, la historia
humana —en síntesis, claro— y el Juicio Final. Había efectos especiales para
cualquiera de los capítulos, menos para el de la Vida Eterna definitiva, que
coincidía con el término de la sesión. Antes de despedirse el guía me comentó
que era licenciado en Física por una universidad norteamericana.
Esta última afirmación podía ser
desconcertante a primera vista, pero encaja perfectamente con el progreso del
creacionismo en muchas universidades americanas, no todas de tercer orden, en
las que se explica la formación del universo en términos muy similares a los
expuestos en el museo del Gran Templo Mormón. Con toda probabilidad, en su
licenciatura, mi guía había estudiado la física cuántica y la teoría de la
relatividad, y utilizaba las últimas tecnologías, y, no obstante, encaraba los
interrogantes sobre el origen echando mano de la contabilidad bíblica, con una
simpleza extraordinaria. Es la actitud habitual en el tecnoespiritualismo:
grandes efectos especiales al servicio de una credulidad acrítica por entero.
Las librerías están llenas de textos
en los que se prometen fáciles fórmulas para acceder a lo espiritual, y aún más
lo están las pantallas: desde esos grotescos hechiceros que aparecen cada noche
en los televisores repartiendo augurios a diestro y siniestro, hasta los
innumerables mesías que anuncian su reino por los demasiado trillados caminos
de Internet.
Curiosamente, en paralelo a los
grandes avances del conocimiento, hemos creado un mundo en el que un sabio
difícilmente se hará oír y en el que cualquier necio lo tiene fácil para gritar.
Con el agravante de que las estupideces de este último, congeladas en la red,
serán eternas, o casi, como lo será esa imagen del paseo de Dios por encima de
un lago suizo. Al fin y al cabo, así domesticado, Dios es el ídolo bien
digerible que siempre gusta a los crédulos. Nada que ver con las apasionantes
preguntas sin respuesta, con la maravillosa fecundidad del enigma.
Fuente el Pais
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